Su casa era su refugio, el lugar seguro donde siempre había querido estar. —Ahora ya no me siento… como decirlo… a salvo, explicaba Justina por primera vez.
La vida vista desde la perspectiva de una persona de 92 años, cuya memoria empieza a fallar, pero que guarda la esencia de lo que es vivir.
Su casa era su refugio, el lugar seguro donde siempre había querido estar.
—Ahora ya no me siento… como decirlo… a salvo, explicaba Justina por primera vez.
Estaba sentada en una silla delante de una mesa ovalada donde había otras personas que, como ella, contestaban a la pregunta de dónde y cómo vivían. Un amable psicólogo del Centro de Día, vestido con una bata blanca, era quien preguntaba.
En el salón de su casa, Justina, tenía el toldo echado, pero sin desplegar, como si fuera el telón que se ha bajado tras la última escena de una obra de teatro. Más abajo, el cristal de la terraza estaba tapado por cartones. En otras habitaciones, la persiana se quedaba a media asta durante el día, y al anochecer la bajaba del todo. En las lámparas sólo funcionaban la mitad de las bombillas, que además, eran de poca intensidad. La tiniebla campaba a sus anchas.
— No es necesario exponerse tanto a la vista. Es mejor no dejar ver cuándo estoy aquí y cuándo no. No es porque me vaya a ver nadie. Es que creo que entran en casa cuando no estoy y me lo registran todo —era lo que rumiaba en su cabeza casi de continuo.
— Háblenme de cómo se sienten —dijo el señor de bata blanca que presidía la mesa.
— Mi corazón a veces se acelera. Parece que me falta el aire, me ahogo. Me siento con un nudo en la boca del estómago, como si hubiera pasado algo malo o como si fuera el presentimiento de que algo va a pasar. Me duele aquí, en la nuca, por todo el cuello y en la espalda. A veces no puedo girar bien la cabeza, decía lentamente y a trompicones mientras carraspeaba con la garganta.
— Pero, ¿con quién vive usted? ¿Está con su familia?—le preguntó el psicólogo.
—Vivo sola. Tengo varios sobrinos pero yo no los llamo nunca porque son ellos los que tienen que estar pendientes de mí. Cuando suena el teléfono me preguntan que si estoy bien, que si he comido, que qué me ha dicho el médico… Bla,bla,bla… Les digo a todo que sí y que bien.
A Justina le parecía inútil hablar a su familia de lo que de verdad sentía. De que se le hacía muy cuesta arriba salir a la calle, hablar con sus vecinos, y que incluso le costaba un horror contestar el teléfono.
Ponía la televisión, pero ya no entendía de qué hablaban. Los diálogos de las películas parecían que hablaban en chino. La apagaba. El último transistor que tuvo se estropeó hace años y no volvió a comprar otro. Hace tiempo que ha regalado sus libros.
Ha donado los adornos inservibles de su casa. Ha quitado las cortinas. No quería nada inútil o que se llenara de polvo. No quería recuerdos. También se ha deshecho de las fotografías familiares. Cuando sale a la calle sólo es para ir a misa o al obligado Centro de Día. De regreso a casa hace los escasos recados para poder comer. Poco. Lo justo. Quiere estar delgada para que sea más fácil manejarla cuando haga falta.
”Cuando suena el teléfono me preguntan que si estoy bien, que si he comido.
—A veces, oigo el ruido de una puerta que se abre y se cierra sigilosa. Oigo pasos. Salgo al pasillo y no hay nadie —era lo que en realidad le quería decir al hombre de la bata blanca cuándo preguntó por su día a día, pero no se atrevía por miedo a que le dijera que no andaba buena de la cabeza.
—Rezo por la mañana, después del desayuno. Rezo antes de dormirme, o mejor dicho, antes de acostarme, porque apenas duermo y no quiero tomar nada para dormir porque tengo miedo de que no haya un mañana —verbalizó en un alarde de lucidez.
—Justina, tiene que alejar esos pensamientos de su mente porque nadie sabe cuándo llegará. Es mejor que disfrute de dar un paseo, del sol y del buen tiempo. Acepte las invitaciones que le hacen para celebrar los cumpleaños de sus sobrinos —le pedía con voz amable y tocándole el antebrazo el monitor de la mesa ovalada.
—A ver…, si me llevan y me traen…—dijo Justina sin rechistar.
Pero, lo cierto es que cuando se lo planteaban no era capaz de decir que sí. Prefería estar sola en su casa y a la vez temía estarlo:
—Por si viene a por mí, por si viene pero no me lleva del todo. Por si me lleva y no es como me han dicho que sería. Por si vivir sacrificada toda mi vida no ha valido para nada. Porque nadie se molestará en limpiar mi lápida, ni llevarme flores al cementerio.
—Estos y otros pensamientos por el estilo mascullaba para sí en su descolocada cabeza de 92 años, segura de que el tiempo que la acompañaba, en algún momento dejaría de funcionar, como un despertador que se queda sin pila.
Escrito por Anabel Calado
ANÁLISIS – CUIDADO MAYOR
Nuestros familiares envejecen y tienden a aislarse. Es normal las reticencias que plantean hacia los centros de día o los ingresos hospitalarios.
Finalmente terminan por aceptarlos como una rutina más de su día a día. Es siempre bueno, nuestros mayores puedan estar en contacto con sus familiares y puedan ser francos con ellos, esto les ayudará a sentirse atendidos y queridos. Si se vive lejos o se está ocupado se puede contar con la ayuda de los dispositivos móviles perfectos para mayores
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